Miedo

Siempre se ha dicho que uno de los motores de la humanidad es el amor; otro de ellos sería el dinero. En mi opinión, uno de los motores fundamentales de nuestras sociedades es el miedo. Siempre se ha esgrimido el miedo como motivación para los actos más extravagantes: promulgar leyes draconianas, declarar la guerra, asesinar al vecino del piso de enfrente… Pero en mi opinión, nunca se ha dado una utilización tan eficaz del miedo como en los tiempos presentes. Quizás será porque tengo que vivir estos tiempos presentes y no he vivido algunos tiempos pasados, en cualquier caso, intentaré desarrollar mi argumento igualmente.

En ningún tiempo como el presente los medios de comunicación han llegado a tanta gente, de una forma tan inmediata y con menos control de los contenidos que ofrecen. Hablo de medios de comunicación que no necesariamente tienen por qué ser «tradicionales» (prensa, radio, televisión…), sino de cualquier tipo. En esos tipos, por supuesto, se encuentran las redes sociales. Estoy hablando de medios de los que, en la mayoría de los casos, desconocemos a sus propietarios, sus intereses, o si tienen una agenda oculta. En otros, claro, todo esto se conoce, y algunas veces te deja la piel de gallina ese conocimiento, aunque no tanto como el desinterés con el que millones de usuarios de estos medios asumen esta situación y siguen consumiendo sus contenidos como si nada. Sí, claro, hablo de Twitter, y hablo de Facebook, como ejemplos palmarios entre otros muchos.

Esparcir miedo es, vamos a reconocerlo, todo un arte. Hay que saber jugar con la psique del consumidor para someterlo a un estado de inquietud constante, pero lo justo para que no salga huyendo espantado. Hay que ir deslizando sibilinamente conceptos repetidos una y otra vez por falsos que sean para fijarlos en la memoria de las víctimas (vamos a llamar a las cosas por su nombre) como verdades universales y básicas a partir de las cuales formar el resto del castillo de naipes lógico que les lleve a pensar y sentir lo que los propietarios de los medios quieran que piensen y sientan. Conseguido este objetivo, la lógica aplastante de los hechos no podrá hacer nada contra la disonancia cognitiva implantada con tanto esmero en la mente de la víctima. El propietario del medio tiene acceso directo a la mente del consumidor para implantarle lo que le venga mejor: ira, indignación, odio, miedo… y dirigir estos sentimientos contra el enemigo que ese propietario del medio decida.

Yo, lo reconozco, seguramente sea uno de esos millones de víctimas de los medios, aunque puede que no en la forma que tan cuidadosamente planifican sus dueños. Soy un consumidor de medios habitual, y entre estos se encuentran muchos declaradamente (descaradamente) de derechas. No se molestan en ocultarlo; ya ni siquiera les es necesario hacerlo: ya pueden declararse a sí mismos «medios de derechas» porque ya está normalizado que un medio de comunicación puede tener un ideario, y que eso no compromete la credibilidad de su información. Al mismo tiempo, otros medios se declaran «progresistas» abiertamente en sus portadas. Bueno, no sé exactamente lo que significa «progresista», dado que últimamente el progreso, entendido según la primera acepción del diccionario de la lengua, nos ha deparado muchos sinsabores. No siempre se progresa en la dirección adecuada, y de hecho, el ser humano es especialista en progresar en la dirección incorrecta.

Pero me estoy dispersando. Decía que soy un consumidor habitual de medios, y normalmente, la lectura de la actualidad me pone los vellos de punta. No hago más que leer prensa tendenciosa deslizando medias verdades para arrimar el ascua a la sardina política de su consejo de administración, mientras una y otra vez aparecen noticias que anuncian la catástrofe inminente del planeta, la deriva imparable de Occidente hacia el nazismo, la pérdida de derechos casi diaria, el desprecio y la indiferencia por las vidas masacradas aquí y allá (y por aquí y allá, lógicamente, quiero decir Gaza, y quiero decir Ucrania, aunque también en una miríada de lugares más) y, lo más aterrador, la normalización de una nueva moral, de un nuevo conjunto de valores en los que prima la avaricia, el desprecio por el prójimo, el supremacismo y la violencia.

Así que sí, tengo miedo. Y puede que sea un miedo dirigido, un miedo implantado, pero ahí está. El miedo. El motor del mundo. Eso que hace que los que vamos para mayores nos refugiemos en casa y renunciemos a la actualidad en favor de otras lecturas y de los recuerdos, si es que nos dejan, claro.

Don Manuel

Volví a Sevilla desde Barcelona una noche, un día entre semana de ahora no recuerdo qué mes (aunque recuerdo que era invierno), y recuerdo vagamente que sobre el año 91 o 92, y quedé con un amigo para tomarnos algo. Y una cosa llevó a la otra y nos dijimos: «Oye, ¿llamamos al Polo?»

«El Polo» era nuestro profe de historia del instituto. Y sí, nos gustaba irnos de copas con él, porque sabía muchas cosas, y sabía contarlas.

Vivía el hombre a la sazón en la Florida, una manzana de casas bastante envejecidas que ahora, después de años de derribo y obras, se ha convertido en una manzana de pisos de alto standing. En los bajos de aquellas casas había un bareto, una tasca, donde empezamos nuestras libaciones y nuestras charlas, poniéndonos al día después de meses de ausencia. Y claro, la charla rápidamente derivó en El Polo contándonos historias.

Cerca, en la calle Luis Montoto, había una bolera, la cual no sé si sigue existiendo o no, donde nos fuimos más que nada por cambiar de aires, porque cerraba tarde y porque el del bar donde estábamos empezaba a mirarnos con mala cara, a pesar del alivio que suponíamos para su caja diaria.

Alguien pensará: «¿Esos tres borrachos en una bolera?» Pues sí, aunque ninguno de los tres habíamos lanzado una bolla de esas en nuestra vida, ni intención que teníamos. Nosotros íbamos por los cubatas.

Al final se nos hicieron las tantas de la mañana, entre copas (que en realidad eran vasos de tubo. En aquellos entonces nos hubiéramos descojonado de quien se bebiera un cubata en una copa como ahora) e historias, y nos despedimos con un abrazo antes de volvernos tambaleantes cada cual a su casa.

Creo que aquella fue la última vez que vi a Don Manuel Polo, el mejor profesor que tuve nunca, el que me enseñó a amar la historia por cómo es, y no por cómo la pintan.

Forastero

Esta mañana, fiel a mi propósito de salir todos los días a dar una vuelta y ejercitar las piernas, paseaba por el pueblo totalmente solitario, sin una sola alma por la calle, y me dio por reflexionar. Me di repentinamente cuenta de que, a pesar de que llevo veintidós años viviendo aquí, sigo siendo un forastero en el pueblo.

Y no digo que sea un forastero porque los vecinos me consideren como tal (que no me cabe duda de que alguno habrá, y más que alguno), sino porque yo mismo me considero un forastero. Es el lugar donde más tiempo he vivido sin interrupciones, y sin embargo me considero un forastero. Casi un cuarto de siglo viviendo aquí, y soy un forastero.

Entonces me puse a analizar el tema, y llegué a una conclusión incluso más profunda: siempre he sido un forastero, allá donde haya vivido. He sido un forastero en Barcelona, en Sevilla, en Mataró, en Madrid, y ahora aquí. Y lo peor de todo es que si alguna vez me identifiqué con alguno de los sitios donde he vivido, ya puedo olvidarme, porque todos aquellos sitios, aunque se conserve el nombre de las ciudades y de las calles, ahora ya me son ajenos por completo. Veo sus gentes y me resultan ajenas; veo sus fiestas, y lo mismo. Quién me lo iba a decir, ¿eh? Yo, que he cerrado la Feria de abril tantas veces, que he saltado por encima de las hogueras de San Juan… Ahora me parece que no podría identificarme con esas fiestas, que sería un impostor, y lo peor de todo, que se me iba a notar.

Supongo que tengo que resignarme, que es el precio que hay que pagar por haber sido un emigrante, o que es el precio que tengo que pagar por esta personalidad que me he ido haciendo, apartada y distante del tumulto y del ruido.

Y ¿sabéis? No me arrepiento ni me entristece. Me gusta ser un forastero en todas partes, que cojones.

Cuando casi todo es terrorismo

Como suele suceder cuando alguien expresa su opinión, esta entrada podría resultar ofensiva para muchas personas. Por ese motivo, si usted, intrigada persona lectora de blogs, es de esas que suele respirar fuerte y apretar los puñitos cuando oye o lee opiniones divergentes respecto a la suya, le recomiendo encarecidamente que cierre ahora mismo esta página (e incluso que no vuelva, porque para qué). En caso contrario, relájese y disfrute de la experiencia.

Y sin más preámbulos, vayamos de cabeza al meollo de la cuestión. Voy a empezar afirmando que hoy «casi todo» es terrorismo. Los políticos, los medios y los jueces parecen empeñados en recordárnoslo día a día. No, no estoy aquí para negar que exista el terrorismo «de verdad», sino para poner en tela de juicio eso que sólo puedo definir como «microterrorismos».

Esto me lleva a la primera cuestión: ¿Por qué puede considerarse terrorismo una manifestación en un aeropuerto, y ser tenido así en cuenta incluso por un afamado juez de la Audiencia Nacional, mientras nadie dice que lo sea la paralización completa de un país a manos de una nutrida banda de empresarios del campo radicalizados por la extrema derecha? ¿Acaso sólo es terrorismo aquello que contradice el ideario de sus señorías? No quisiera ser malpensado, pero ¡ay!

¿Y qué decir de los medios de comunicación? Durante meses (y, bueno, durante toda la vida en muchos otros casos, para qué negarlo) nos han estado machacando con el terrorismo de Hamás, con el de los Hutíes, Iraníes… con el de cualquiera que se arrodille de cara a La Meca, en resumidas cuentas, mientras las matanzas de Israel, de Estados Unidos, del Reino Unido… de los buenos, en definitiva, se muestran como simples acciones de defensa. Los muertos de un lado son irreparables e insustituibles pérdidas, mientras los del otro no son más que lamentables aunque necesarios daños colaterales. No todo es terrorismo, ¿saben? Las matanzas de «los buenos», por ejemplo, no lo son.

Casi todo es terrorismo en esta sociedad infantilizada, donde el pensamiento crítico se nos entrega ya digerido y listo para su consumo. Así no sólo no tenemos que plantearnos las alternativas, sino que directamente podemos afear, enviar al ostracismo o, si nos viene bien, a la cárcel, a aquellos que nieguen esa verdad incuestionable, ese nuevo dogma de fe sobre quiénes pueden ejercer la violencia o el terror contra los demás en nombre de las libertades y la democracia, y quiénes no; sobre qué causas son justas y cuales no merecen siquiera la pena de ser mencionadas.

Las guerras de los demás

No quisiera parecer insensible con esta entrada, aunque seguramente el trasfondo de todo esto es que realmente lo soy, pero no es algo que quisiera, sino que me ha sido impuesto.

Desde que tengo memoria (y, por supuesto, durante toda la historia de la humanidad) siempre ha habido guerras. Aquí, allá, grandes, pequeñas, justas o no… El ser humano siempre ha buscado la manera de suprimir a su vecino, generalmente con el propósito de robarle sus pertenencias, su tierra o simplemente sus costumbres. No es algo nuevo, y por lo que parece, no es algo que vaya a cambiar a corto plazo.

Lo que pasa es que en la era de las comunicaciones, la información se ha convertido en un arma de guerra más, y los usuarios de la misma en meros instrumentos de ese arma, cuando no en víctimas sometidas a la misma. Antes del advenimiento de la televisión la gente se enteraba de los conflictos lejanos por los periódicos (y luego por la radio), y era más o menos como leer una novela. Supongo que de ahí ese concepto romántico de la guerra del siglo XIX, en el que los jóvenes de las potencias coloniales ansiaban viajar a aquellos lejanos parajes en pos de emular las aventuras de los héroes sacralizados por la prensa. Ya sabéis, en el XIX todo era romanticismo y épica, pero cuando esos jóvenes tuvieron que enfrentarse a la guerra moderna a principios del siglo XX se les quitaron las tonterías rápidamente, por mucho que en los periódicos de la época siguieran ensalzando a figuras como T. E. Lawrence y sus correrías por Arabia, a aquellos ases de la aviación cuya esperanza de vida en el frente no llegaba a las seis semanas o a los aguerridos soldados que cada día morían gloriosamente a millares en las trincheras europeas. La guerra se había mecanizado; se había convertido en una máquina de matar gente, en una mera picadora de carne. Y claro, con el tiempo y con la evolución de la industria militar, la cosa fue a peor.

Pero después de la Segunda Guerra Mundial, la guerra para Occidente empezó a convertirse en una serie de desgraciados sucesos que le ocurrían a otra gente de extrañas razas en algún lugar remoto. Incluso la sociedad francesa, recientemente liberada del nazismo, parecía ignorar lo que sucedía en la Indochina colonial hasta que el Viet Mihn se lo recordó en Dien Bien Phu.

Tuvo que venir la televisión a recordar la crudeza de la guerra a una sociedad europea y norteamericana que había tardado bien poco en olvidar las miserias del último gran conflicto sufrido en sus propias carnes. La beligerancia entre el capitalismo y el comunismo se libraba en Asia, en Oriente Medio y en la guerra sucia llevada a cabo por todo el continente centro y sudamericano. Y ya no eran crónicas escritas en un periódico con mayor o menor truculencia para leer en el café, sino imágenes a todo color de todo tipo de atrocidades que empezamos a digerir con las comidas en las sobremesas. Imágenes de las atrocidades del «enemigo», obviamente, aunque algunas de las atrocidades de nuestros «amigos» eran tan escandalosas que también pudimos disfrutarlas en prime time.

Y pasados los años, cuando ya se nos había endurecido el pellejo y la conciencia a base de no poder distinguir la guerra real de las películas de Rambo, llegó Internet a mejorarlo todo: Ya no tenemos por qué esperar a la hora de las comidas para ver gente desmembrada, sino que podemos hacerlo a cualquier hora desde nuestros teléfonos móviles. Ya no tenemos que crearnos una opinión al respecto: los columnistas, los presentadores de los informativos y los tertulianos de debate mañanero lo hacen por nosotros. Ya podemos tener claro quién es el «enemigo», el «amigo», el «aliado». ¡Ay de quién se atreva a contradecir la versión oficial del conflicto!

Así, hoy tenemos al «ruso malo» contra el «ucraniano bueno», al «palestino malo» contra el «israelí bueno», y así consecutivamente, de la misma manera que se nos hace saber qué opción política es la buena y cuál la mala (generalmente la «buena» es la que beneficia al rico en detrimento del pobre, pero ya hablaremos de eso otro día). Ya no tenemos que pensar, porque nos lo dan todo pensado, y en riguroso directo. No se puede pedir más. Sólo hay que aceptar las cookies.

Y de ahí viene el titular de esta entrada: «Las guerras de los demás». No, no son mis guerras. No tengo la culpa de ellas, como no tengo la menor opción de influir para detenerlas, ni responsabilidad en las atrocidades que en ellas se cometen. Me niego a ser considerado copartícipe y mucho menos cómplice de estas guerras. No son mis guerras; son las guerras de los demás. Me niego a vivir en ese estado de constante shock, en ese bombardeo de información sesgada donde se utiliza la sangre de unos para conmover la conciencia de otros. No, lo siento, yo me bajo. No es que todo ese sufrimiento me resulte ajeno, no es eso; es que quiero reivindicar mi derecho a vivir mi propia vida en mi propio y pequeño mundo, por egoísta que esta afirmación pueda parecer. No, en serio: si quieren subir los precios, que los suban. No necesitan excusas. No necesitan mostrarme pedazos de yemeníes o de cualquier otro desgraciado por las redes para justificarlo. En serio, no es insensibilidad ante la desgracia de otros, sino hartazgo por la saturación y la utilización interesada de la misma.

Basta.

Polarizado

Sí, es la palabra del año. Sí, me he aprovechado de ella para hacerme un titular resultón. Sí, voy a hablar de polarización; de gente polarizada, concretamente.

A mí, personalmente, me gusta más usar el término «radicalizado», porque expresa mejor las características de ciertos tipos de individuos con los que me encuentro, en los últimos tiempos con una frecuencia creciente. Gente ésta fervientemente defensora de la libertad, de la suya, obviamente, no de la de los demás, que se la trae al pairo. Gente que cree que las normas y las leyes son un martillo con el que aplastar al prójimo, a la vez que, cuando se las aplican a ellos, las ven como un yugo que coarta su sacrosanta libertad. Gente que critica que el gobierno no ayude a su sector económico, o mejor aún, a ellos en particular, mientras critica que lo haga con otros sectores u otra gente porque eso es «intervencionismo» o «clientelismo». Gente con doble moral: una para ellos y otra para los demás. Gente que, por ejemplo, te prohíbe el aborto y al día siguiente llevan a sus hijas a Londres a abortar. No les llames egoístas, que se enfadan: sólo están aplicando SU libertad.

Y es esa doble moral lo que les convierte en individuos peligrosos, porque ven mal en ti lo que en ellos ven normal, y no dudan en cometer todo tipo de excesos que en otros denunciarían con toda la vehemencia que les fuera posible. No lo digo por decir; lo he visto. Esa gente no está polarizada; esa gente está radicalizada. Polarizado estoy yo (y espero que muchos otros como yo), justamente en el polo opuesto al que esté esta gente.

Y sí, estoy polarizado, lo reconozco; estoy polarizado en defender que la idea de «igualdad» de nada sirve si no viene acompañada con un «de oportunidades», porque el fuerte, el abusón, siempre se escudará en la igualdad para aplastar y subyugar al débil. Estoy polarizado en el convencimiento de que el entendimiento entre las personas es preferible a la confrontación indiscriminada, en la verdad que contiene aquella antigua maldición de «pleitos tengas y los ganes». Estoy polarizado en creer que algunos principios no deben ser inamovibles sino flexibles, y que deben adaptarse a las circunstancias, porque de lo contrario se convierten en un lastre que impide el progreso y la convivencia.

Porque quienes creen que sus ideales deben anteponerse a todo, aunque supongan una merma en la calidad de vida de la gente, quienes creen que una bandera vale más que la gente a la que se supone que representa, quienes creen que «libertad» significa acorralar a los demás, esa gente no está polarizada: esa gente son radicales fundamentalistas. Tienen otros nombres, pero hoy no toca hablar de ellos.

El día que me convertí en camello

(Memorias de un Power-BI ranger)

A lo largo de mi vida laboral (que aunque ocupa menos de un folio en el informe de la Seguridad Social va ya para treinta y tres largos años) podría asegurar que he hecho casi todo lo que se puede hacer en las categorías a las que he pertenecido dentro de la empresa: desde limpiar asquerosas arquetas o hacer de espeleólogo en algunas de esas galerías que hay en Madrid en las que parece que te vas a encontrar un esqueleto detrás de una esquina, hasta manejar equipos de muchos miles de euros sin mirar el libro de instrucciones, pasando por toda clase de papeleos, ya sean físicos o virtuales. Dicho esto, podréis comprender que no me asuste emprender una nueva actividad, aunque sea a estas edades que nos rondan a mí y a muchos compañeros, en las que ya no es tan fácil adaptarse a los cambios. Siempre me consuelo pensando que peor de lo que ya he hecho no me pueden mandar a hacer nada.

Pero con la evolución de las actividades ha llegado algo relativamente nuevo, que viene a sustituir a las algunas veces obtusas e incomprensibles hojas de cálculo en las que hasta hace poco los curritos, y en mucha mayor medida, los jefes, tratamos de interpretar el estado de un montón de tareas, servicios y elementos a gestionar: el Power-BI de Microsoft.

Hasta hace poco Power BI era como aquellos primeros y gigantescos ordenadores mainframe, operados sólo por una élite de gurús con bata blanca que hacían su magia sin que nadie la comprendiera más allá de los resultados que ofrecía. Con el tiempo, claro, la herramienta se ha ido «democratizando» hasta el punto en que con un cursillo y unas prácticas ya te vale para ponerte a retorcer datos hasta extraer aquello que tus jefes quieren ver. Y os aseguro que en esta casa son un buen montón de datos. Yo les llamo «el océano de datos», y a cada día que pasa ese océano se hace más profundo y más oscuro.

Tengo que reconocer que Power BI es una gran herramienta, muy completa, muy potente y visualmente muy atractiva. Fácil de manejar, si sabes un poco lo que estás haciendo, pero…

…pero a nivel social tiene un efecto perverso: Crea «yonkis del Power BI». Con el tiempo, los jefes piden más datos, más interpretación de datos, más gráficos, más interacciones entre tablas, más, más, más… Y yo, con mi breve cursillo y mis ratos perdidos dándome cabezazos contra el monitor, me he convertido en su camello, en su proveedor de mandanga, en el que les lía los canutos de datos que se fuman con avidez cada mañana. No sé… Me gusta mucho el tratamiento de datos, pero tengo sentimientos encontrados al respecto.

No soy su único camello, claro, ni el mejor, por supuesto, pero eso no me hace sentirme menos culpable. Mi única redención, hasta el momento inminente en que me den la patada y me declaren oficialmente inútil como elemento productivo de esta sociedad, es ofrecerles datos limpios, lo más fácil de interpretar posible y con la mayor brevedad, para que por lo menos el viaje no sea tan mareante y no les quede demasiada resaca.

Empecemos con esto

Voy a contar batallitas, y con eso explicaré a qué viene esto de montar un blog en pleno 2024, cuando se supone que los blogs personales son material caducado o de cuatro irreductibles que se niegan a reconocer que su tiempo ha pasado. En fin, como alguien que ya escribía blogs hace más de veinte años sí tengo que reconocer que muchas cosas han cambiado. Las redes sociales lo han corromcambiado todo: relaciones personales, repercusión de las opiniones… Incluso ha cambiado la forma de hacer política (a peor, en mi opinión). Ojo, no quiero decir con esto que el saldo global del impacto de las redes sociales sobre la sociedad haya sido negativo, pero su inmediatez no redunda en la calidad del debate razonado de ideas.

Muchas cosas han cambiado también en el mundillo de los blogs en este casi cuarto de siglo, y una de las más importantes tiene que ver con la democratización del autoalojamiento de servidores, la increíble evolución de las conexiones de datos domésticas, etc. También dentro de los mismos blogs han cambiado algunas cosas como la apariencia (ahora se prefieren temas minimalistas frente a la explosión de colores chillones de los primeros tiempos), una menor interacción entre blogs (aquello de los blogroll también pasó a la historia en la mayoría de las páginas), e incluso en los comentarios, que ya no son ni tan populares ni tan frecuentes en los blogs actuales debido al problema del spam y a la toxicidad de algunos «comentaristas». Este blog, por ejemplo, no va a admitir comentarios. Pero de todos los cambios, el que me parece más relevante es la excesiva monetización de los contenidos, hasta el punto de que muchos de estos blogs se han convertido en sitios más preocupados por mostrar anuncios que información de utilidad. La consiguiente «carrera armamentística» entre anunciantes y bloqueadores de anuncios no era sino una consecuencia inevitable.

En fin, para ser una primera entrada tampoco quiero dar mucho más la chapa. Sólo decir que estoy frontalmente en contra de la mayor parte de la evolución bloguera tal como la he vivido y contado, y que por ese motivo aquí no vais a ver anuncios, molestos pop-ups ni absurdas cookies, ni de terceros ni de segundos. Comentarios, críticas y sugerencias a mi cuenta de Mastodon (una de esas cosas chulas que tampoco existían en los primeros tiempos de los blogs), que podéis encontrar en la barra lateral de esta página.