-Se nos va a hacer de noche, Feb. No quiero que se nos haga de noche aquí. La verdad, este sitio me pone los vellos de punta.
-Aquí no hay nada que temer. No seas miedica, Nesa.
-¿Y los animales? Estoy segura de que aquí tiene que haber depredadores.
-Puede ser, pero los depredadores que pueda haber no tienen lanzas de hierro como ésta. -Feb levantó su jabalina con punta de acero, un arma sencilla aunque de aspecto muy amenazante.
La pareja de jóvenes caminaba por lo que había sido una amplia avenida de una gran ciudad, flanqueada por los esqueletos de lo que en su día fueran altos edificios, algunos de los cuales aún conservaban parte de sus fachadas, aunque hacía mucho, mucho tiempo que todos ellos perdieron cristaleras, ventanas, puertas y cualquier otro elemento que hubiera podido reutilizarse para fabricar herramientas, para construir habitáculos o simplemente para hacer fuego con el que calentarse durante los años del largo invierno. Pasados los siglos, no quedaba nada que expoliar de aquellas ruinas, por lo que los jóvenes no se molestaban en buscar entre los edificios. En cambio, estaban más interesados en explorar el centro de la avenida, antiguamente una ancha cinta de asfalto repleta de vehículos y ahora cauce de un pequeño riachuelo rodeado de vegetación donde menudeaban la pesca y los nidos de todo tipo de aves y pequeños reptiles.
Los jóvenes avanzaban con cuidado, midiendo cada uno de sus pasos. Todo el mundo sabía que el suelo de las ruinas solía ser muy traicionero, con repentinos y ocultos agujeros por donde una persona podía precipitarse a profundas galerías de las que muchas veces era imposible salir, en el improbable caso de sobrevivir a la caída. No serían los primeros que desaparecían entre aquellos cadavéricos edificios sin dejar rastro.
Feb se las daba de experimentado explorador, sobre todo cuando llevaba de acompañante a Nesa, pero en realidad sólo eran un par de críos de dieciséis años que ya llevaban demasiado tiempo fuera de la aldea y cuyos padres estarían empezando a inquietarse por su ausencia. Si finalmente les cayera la noche antes de volver podrían darse por abroncados, castigados y muy probablemente apalizados. Ninguna de esas lúgubres posibilidades arredraba a Feb, que consideraba más importante impresionar a la chica y demostrarle que él era el tipo seguro, valiente y confiable que le convenía. Un trabajo inútil, porque Nesa estaba coladita por Feb, y procuraba acompañarle en sus excursiones siempre que podía.
Poco a poco iba cayendo la tarde en la ruinosa ciudad, donde sólo el sonido de los pájaros y del agua cantarina del riachuelo daba algo de vida a un paisaje que seguía recordando con demasiada viveza que aquello era, o por lo menos lo había sido hace mucho, un cementerio. Feb se entretenía intentando atrapar algún pez con la jabalina, mientras Nesa buscaba algún nido de donde llevarse algunos huevos.
Feb se volvió hacia Nesa con un pez pinchado en su lanza y una sonrisa de oreja a oreja.
-¡Eh, Nesa! ¡Mira que pieza! ¿Nesa? Oye, Nesa, ¿dónde estás? ¡NESA!
Pero Nesa ya no estaba por ninguna parte.