Las guerras de los demás

No quisiera parecer insensible con esta entrada, aunque seguramente el trasfondo de todo esto es que realmente lo soy, pero no es algo que quisiera, sino que me ha sido impuesto.

Desde que tengo memoria (y, por supuesto, durante toda la historia de la humanidad) siempre ha habido guerras. Aquí, allá, grandes, pequeñas, justas o no… El ser humano siempre ha buscado la manera de suprimir a su vecino, generalmente con el propósito de robarle sus pertenencias, su tierra o simplemente sus costumbres. No es algo nuevo, y por lo que parece, no es algo que vaya a cambiar a corto plazo.

Lo que pasa es que en la era de las comunicaciones, la información se ha convertido en un arma de guerra más, y los usuarios de la misma en meros instrumentos de ese arma, cuando no en víctimas sometidas a la misma. Antes del advenimiento de la televisión la gente se enteraba de los conflictos lejanos por los periódicos (y luego por la radio), y era más o menos como leer una novela. Supongo que de ahí ese concepto romántico de la guerra del siglo XIX, en el que los jóvenes de las potencias coloniales ansiaban viajar a aquellos lejanos parajes en pos de emular las aventuras de los héroes sacralizados por la prensa. Ya sabéis, en el XIX todo era romanticismo y épica, pero cuando esos jóvenes tuvieron que enfrentarse a la guerra moderna a principios del siglo XX se les quitaron las tonterías rápidamente, por mucho que en los periódicos de la época siguieran ensalzando a figuras como T. E. Lawrence y sus correrías por Arabia, a aquellos ases de la aviación cuya esperanza de vida en el frente no llegaba a las seis semanas o a los aguerridos soldados que cada día morían gloriosamente a millares en las trincheras europeas. La guerra se había mecanizado; se había convertido en una máquina de matar gente, en una mera picadora de carne. Y claro, con el tiempo y con la evolución de la industria militar, la cosa fue a peor.

Pero después de la Segunda Guerra Mundial, la guerra para Occidente empezó a convertirse en una serie de desgraciados sucesos que le ocurrían a otra gente de extrañas razas en algún lugar remoto. Incluso la sociedad francesa, recientemente liberada del nazismo, parecía ignorar lo que sucedía en la Indochina colonial hasta que el Viet Mihn se lo recordó en Dien Bien Phu.

Tuvo que venir la televisión a recordar la crudeza de la guerra a una sociedad europea y norteamericana que había tardado bien poco en olvidar las miserias del último gran conflicto sufrido en sus propias carnes. La beligerancia entre el capitalismo y el comunismo se libraba en Asia, en Oriente Medio y en la guerra sucia llevada a cabo por todo el continente centro y sudamericano. Y ya no eran crónicas escritas en un periódico con mayor o menor truculencia para leer en el café, sino imágenes a todo color de todo tipo de atrocidades que empezamos a digerir con las comidas en las sobremesas. Imágenes de las atrocidades del «enemigo», obviamente, aunque algunas de las atrocidades de nuestros «amigos» eran tan escandalosas que también pudimos disfrutarlas en prime time.

Y pasados los años, cuando ya se nos había endurecido el pellejo y la conciencia a base de no poder distinguir la guerra real de las películas de Rambo, llegó Internet a mejorarlo todo: Ya no tenemos por qué esperar a la hora de las comidas para ver gente desmembrada, sino que podemos hacerlo a cualquier hora desde nuestros teléfonos móviles. Ya no tenemos que crearnos una opinión al respecto: los columnistas, los presentadores de los informativos y los tertulianos de debate mañanero lo hacen por nosotros. Ya podemos tener claro quién es el «enemigo», el «amigo», el «aliado». ¡Ay de quién se atreva a contradecir la versión oficial del conflicto!

Así, hoy tenemos al «ruso malo» contra el «ucraniano bueno», al «palestino malo» contra el «israelí bueno», y así consecutivamente, de la misma manera que se nos hace saber qué opción política es la buena y cuál la mala (generalmente la «buena» es la que beneficia al rico en detrimento del pobre, pero ya hablaremos de eso otro día). Ya no tenemos que pensar, porque nos lo dan todo pensado, y en riguroso directo. No se puede pedir más. Sólo hay que aceptar las cookies.

Y de ahí viene el titular de esta entrada: «Las guerras de los demás». No, no son mis guerras. No tengo la culpa de ellas, como no tengo la menor opción de influir para detenerlas, ni responsabilidad en las atrocidades que en ellas se cometen. Me niego a ser considerado copartícipe y mucho menos cómplice de estas guerras. No son mis guerras; son las guerras de los demás. Me niego a vivir en ese estado de constante shock, en ese bombardeo de información sesgada donde se utiliza la sangre de unos para conmover la conciencia de otros. No, lo siento, yo me bajo. No es que todo ese sufrimiento me resulte ajeno, no es eso; es que quiero reivindicar mi derecho a vivir mi propia vida en mi propio y pequeño mundo, por egoísta que esta afirmación pueda parecer. No, en serio: si quieren subir los precios, que los suban. No necesitan excusas. No necesitan mostrarme pedazos de yemeníes o de cualquier otro desgraciado por las redes para justificarlo. En serio, no es insensibilidad ante la desgracia de otros, sino hartazgo por la saturación y la utilización interesada de la misma.

Basta.