Forastero

Esta mañana, fiel a mi propósito de salir todos los días a dar una vuelta y ejercitar las piernas, paseaba por el pueblo totalmente solitario, sin una sola alma por la calle, y me dio por reflexionar. Me di repentinamente cuenta de que, a pesar de que llevo veintidós años viviendo aquí, sigo siendo un forastero en el pueblo.

Y no digo que sea un forastero porque los vecinos me consideren como tal (que no me cabe duda de que alguno habrá, y más que alguno), sino porque yo mismo me considero un forastero. Es el lugar donde más tiempo he vivido sin interrupciones, y sin embargo me considero un forastero. Casi un cuarto de siglo viviendo aquí, y soy un forastero.

Entonces me puse a analizar el tema, y llegué a una conclusión incluso más profunda: siempre he sido un forastero, allá donde haya vivido. He sido un forastero en Barcelona, en Sevilla, en Mataró, en Madrid, y ahora aquí. Y lo peor de todo es que si alguna vez me identifiqué con alguno de los sitios donde he vivido, ya puedo olvidarme, porque todos aquellos sitios, aunque se conserve el nombre de las ciudades y de las calles, ahora ya me son ajenos por completo. Veo sus gentes y me resultan ajenas; veo sus fiestas, y lo mismo. Quién me lo iba a decir, ¿eh? Yo, que he cerrado la Feria de abril tantas veces, que he saltado por encima de las hogueras de San Juan… Ahora me parece que no podría identificarme con esas fiestas, que sería un impostor, y lo peor de todo, que se me iba a notar.

Supongo que tengo que resignarme, que es el precio que hay que pagar por haber sido un emigrante, o que es el precio que tengo que pagar por esta personalidad que me he ido haciendo, apartada y distante del tumulto y del ruido.

Y ¿sabéis? No me arrepiento ni me entristece. Me gusta ser un forastero en todas partes, que cojones.