Don Manuel

Volví a Sevilla desde Barcelona una noche, un día entre semana de ahora no recuerdo qué mes (aunque recuerdo que era invierno), y recuerdo vagamente que sobre el año 91 o 92, y quedé con un amigo para tomarnos algo. Y una cosa llevó a la otra y nos dijimos: «Oye, ¿llamamos al Polo?»

«El Polo» era nuestro profe de historia del instituto. Y sí, nos gustaba irnos de copas con él, porque sabía muchas cosas, y sabía contarlas.

Vivía el hombre a la sazón en la Florida, una manzana de casas bastante envejecidas que ahora, después de años de derribo y obras, se ha convertido en una manzana de pisos de alto standing. En los bajos de aquellas casas había un bareto, una tasca, donde empezamos nuestras libaciones y nuestras charlas, poniéndonos al día después de meses de ausencia. Y claro, la charla rápidamente derivó en El Polo contándonos historias.

Cerca, en la calle Luis Montoto, había una bolera, la cual no sé si sigue existiendo o no, donde nos fuimos más que nada por cambiar de aires, porque cerraba tarde y porque el del bar donde estábamos empezaba a mirarnos con mala cara, a pesar del alivio que suponíamos para su caja diaria.

Alguien pensará: «¿Esos tres borrachos en una bolera?» Pues sí, aunque ninguno de los tres habíamos lanzado una bolla de esas en nuestra vida, ni intención que teníamos. Nosotros íbamos por los cubatas.

Al final se nos hicieron las tantas de la mañana, entre copas (que en realidad eran vasos de tubo. En aquellos entonces nos hubiéramos descojonado de quien se bebiera un cubata en una copa como ahora) e historias, y nos despedimos con un abrazo antes de volvernos tambaleantes cada cual a su casa.

Creo que aquella fue la última vez que vi a Don Manuel Polo, el mejor profesor que tuve nunca, el que me enseñó a amar la historia por cómo es, y no por cómo la pintan.